jueves, 11 de diciembre de 2008

6. Abstraer o Contretar

DESCODIFICACIÓN Y LECTURA: APROXIMACIÓN CONCEPTUAL E HISTÓRICA

Para que podamos pensar en generar o incentivar el hábito de la lectura se necesita, como condición previa, el aprender a leer. Ocurre que leer no es un concepto unívoco. Encierra múltiples significados e involucra diversidad de aspectos. Se ha señalado, con gran acierto, que el verbo leer es mucho más transitivo que el verbo hablar, porque no solo se leen textos, sino también imágenes, escenas, rostros, gestos, etc., etc. Cuando decimos que aprender a leer es condición previa para poder -en algún momento- lograr el hábito de la lectura, nos estamos refiriendo a leer como el proceso por el cual se aprende a descodificar o descifrar un determinado sistema de escritura. Se aprende, en los sistemas escriturales alfabéticos, a reconocer las palabras, las oraciones, pequeños textos, conociendo las relaciones entre las grafías y los fonemas. Esta etapa inicial del aprendizaje del leer que se da -por lo general- en la escuela, tiene su prehistoria en el entorno familiar. Esta fase previa posee una trascendental importancia para la creación del hábito de la lectura. Ella ha sido caracterizada como la lectura antes de saber leer.
Se puede afirmar que la escuela cumple a cabalidad con la enseñanza de la lectura y la escritura en este primer nivel, que es básicamente descodificador. Casi todos aprendemos a leer y a escribir en los primeros años del nivel primario. Tenemos que reconocer que la escuela ha cumplido y cumple satisfactoriamente con esta misión importantísima. Aunque, como es ampliamente conocido, la metodología y la praxis sobre la lecto-escritura ha ido evolucionando y desde ya hace unos decenios atrás se encuentra fundamentada en valiosas investigaciones interdisciplinarias, las que han permitido una adecuada comprensión de cómo se producen estos complejos procesos del aprender a leer y escribir, que, guardando estrecha relación, difieren, -sin embargo- con los procesos de leer y escribir. Es de amplio conocimiento entre los educadores y psicólogos de la educación que, durante mucho tiempo, se discutió acerca de la metodología más adecuada para la enseñanza de la lectura. Kenneth S. Goodman señala, por ejemplo, que por un tiempo la principal controversia, en este aspecto metodológico, se centró en el enfrentamiento entre el método fónico y el método global. Ambos, sin embargo, tenían en común la pretensión de constituir el mejor camino para un mismo objetivo: la enseñanza de la lectura y la escritura. El objetivo supremo era alcanzar la alfabetización universal, y, para ello, se tenía confianza que la ciencia proveería soluciones para todos los problemas educativos. Esta controversia acarreó múltiples aspectos, como es -por ejemplo- lo que se ha denominado el mito del aprender para leer y del leer para aprender, que hacía que la enseñanza del proceso descodificador se centrara en el primer año de la primaria, para continuar en los siguientes grados con el leer para aprender, es decir la lectura al servicio del aprendizaje. (Al respecto se puede leer el importante trabajo de Laura Robb “The Myth. Of learn to read/read to learn”). Actualmente sabemos que ambos procesos son simultáneos y, sobre todo, permanentes. Sabemos que el aprender a leer nunca termina. Esto hace que, por ejemplo, hoy tengamos mucho más claro que cada nivel educativo tiene, o debería tener, sus metas en cuanto a lo que es realmente la alfabetización. Que ella, como analizaremos, no se reduce al simple aprender a leer y escribir, es decir al dominio del proceso descodificador. La prestigiosa educadora argentina Emilia Ferreiro al respecto, señala: “...La idea de que la alfabetización acaba en los dos primeros años de la primaria impide ver cuál es la tarea alfabetizadora propia de los niveles siguientes, impide ver que la alfabetización es un proceso y no un estado que se logra de una vez por todas. Entonces seguiremos quejándonos de que el nivel anterior no hace lo que hace y nunca haremos lo que nos toca hacer. Efectivamente llegan mal, pero también es cierto que aunque lleguen bien yo tengo que seguir alfabetizando. Ese asunto de llegan mal, cada vez saben menos, no me parece un diagnóstico correcto... Cualquier profesor, el de Historia, Ciencias Naturales, el que sea tiene que preguntar si entendieron o no y si no lo entendieron qué pasó. Y no, simplemente no lo entendieron «profesor de lengua ocúpese». No”. (Nora Veiras en Diálogo con Emilia Ferreiro)
Como nos recuerda Inés Dussel en la presentación del libro de Berta Braslavsky titulado “¿Primera letras o primeras lecturas? Una introducción a la alfabetización temprana”, hace ya más de 40 años la citada prestigiosa estudiosa argentina publicó “La querella de los métodos en la enseñanza de la lectura”, obra que, como señala Dussel, “marcó un hito en la didáctica de la lectoescritura”. (Braslavsky, 2003, p. 9). Actualmente se tiene una visión más profunda y certera de los mecanismos que intervienen en los procesos que hacen posible la adquisición del lenguaje oral, así como de la escritura y la lectura, lo que tiene que ver con lo que es el desarrollo de los procesos psicológicos superiores. Hoy en día comprendemos mejor que, como señala Goodman, el hablar y el escribir son procesos productivos, en tanto que leer y escuchar son receptivos. Cuando se utiliza el lenguaje productiva o receptivamente, se llevan a cabo complejas transacciones entre pensamiento y lenguaje. Hablar, escribir, escuchar y leer son procesos psicolingüísticos de índole tanto personales como sociales. (Cfr. Goodman, K. “El proceso de la lectura: consideraciones a través de las lenguas y del desarrollo”, 1982). Los aportes de Vygotsky en este aspecto son sumamente valiosos. Braslavsky los ha analizado y condensado magistralmente en su obra mencionada.
Los docentes que hoy se encargan de la trascendental misión de guiar al niño en la compleja tarea de leer y escribir, poseen tanto técnicas y procedimientos como conocimientos teóricos correctos, los cuales les permiten realizar esta función de la forma más adecuada, conociendo cuáles son los mecanismos físicos, psicológicos y sociológicos que hacen posible que un ser humano, en especial un niño, pueda adquirir estas habilidades, estas destrezas. Hoy está casi totalmente superada la polémica que enfrentó a los defensores de los métodos analítico y sintético. Actualmente predomina un eclecticismo, pero que pone especial énfasis en ser conscientes de la singularidad que significa cada niño y que, por ello, se requiere tener en cuenta estas individualidades para adaptar los métodos y las técnicas a los casos concretos.
Hoy por hoy somos muy conscientes que ha existido una fuerte ideologización en la cuestión de los métodos de la enseñanza de la lectura y escritura. Se considera, por ejemplo, muy simplista el señalar como conservadores o tradicionales a los métodos sintéticos o ascendentes y por lo tanto de renovadores y modernos a los métodos analíticos, globales o descendentes. Se precisa que con los lectores potencialmente competentes varios métodos pueden ser efectivos. Pero el problema se presenta con los que se consideran “malos lectores”, es decir con aquellos para quienes aprender a leer y escribir se torna muy dificultoso. Es aquí cuando realmente los métodos prueban cuál es realmente su valor. Pero no es que alguno de ellos sea el que tiene más valía. Lo que efectivamente sucede es que va a depender de los casos concretos de los niños que presentan problemas, es decir de las dificultades específicas que encontremos para los casos individuales. Y aquí hallamos que lo que puede ser bueno para uno no lo será para otro. Es cuestión que el maestro analice los casos y, en la práctica, vea cual o cuales procedimientos valen para un caso determinado. Tener en cuenta que si bien es cierto que por diversos métodos se puede enseñar a leer y escribir (incluso se ha aprendido durante mucho tiempo con métodos que hoy se consideran inconvenientes), no es menos verdad que lo que tiene que buscarse es el método que no sólo enseñe a leer, sino también que reduzca el fracaso lector al mínimo o lo elimine completamente. No está de más señalar, sin embargo, que con métodos hoy considerados inadecuados, no sólo se aprendió a leer, sino que con ese basamento surgieron verdaderos lectores, lo que ya permite avizorar que el hábito lector no está determinado, aunque si condicionado, por el o los métodos más adecuados utilizados en la enseñanza de la lectura y la escritura.
Hoy está perfectamente claro que en el aprendizaje de la lectura hay tres fases -no etapas. Estas tres fases son: la logográfica, la alfabética y la ortográfica. La primera lleva ese nombre porque el niño reconoce logos o marcas de productos que aparecen en avisos publicitarios. Memoriza palabras apoyado en indicios extralingüísticos, pero comete muchos errores porque realmente no lee, sino adivina (lectura adivinanza) Esta fase precede a la etapa escolar. En la escuela -en la generalidad de los casos- se dan las siguientes dos fases: la fase alfabética (algunas veces se inicia en el hogar), en la cual se comienza a utilizar la mediación fonológica; y la fase ortográfica, en la cual las palabras se analizan en unidades ortográficas sin recurrir sistemáticamente a la conversión fonológica. El niño utiliza entonces el procedimiento de acceso directo, gracias al cual reconoce directamente la palabra. (cfr. Golder, C y D. Gaonac’h, 2002, pp.171-179)
Si aprender a hablar una lengua materna es un hecho natural derivado de nuestro proceso de socialización, leer y escribir exige la interactividad entre el niño y el educador. Como bien se ha señalado “al contrario de lo que sucede con la lengua oral, que se adquiere no sin esfuerzo del aprendiz, sino en situaciones espontáneas, la lectura no se adquiere, se aprende y, con frecuencia, en situaciones provocada por el entorno”. (Golder, Carolina y Daniel Gaonac’h, 2002, p. 169).
La alfabetización es pues una tarea instruccional: nadie aprende a leer sin método. Jean Chall señalaba que la adquisición del lenguaje hablado no necesita instrucción, pero que en cambio nuestros cerebros requieren de un método para aprender a leer. Esto implica que no se puede desconocer la importancia de la enseñanza de las habilidades indispensables para que se pueda realizar el proceso descodificador, que a su vez significa poder llevar a cabo la asociación grafema-fonema, la descomposición silábica, la toma de conciencia fonológica, etc. Todos sabemos que la palabra escrita es un estímulo gráfico y que debe ser procesada visualmente, sin que esto implique que las palabras se procesen como dibujos. A veces se ha caído en el error de considerar las palabras como dibujo y, a partir de allí, pretender iniciar un proceso de aprendizaje lector. Actualmente sabemos que existen diferencias muy significativas, desde el punto de vista psicológico, entre el reconocimiento de palabras y el de dibujos No siendo las palabras dibujos y sabiéndose, sin embargo, que para su procesamiento mental actúan como estímulos gráficos, debe tenerse el adecuado cuidado para no caer en la tentación de enseñar como si lo fueran. Debe siempre tenerse en cuenta que dentro del proceso de la lectura los movimientos oculares son indicios de actividades verbales más complejas. Las palabras están asociadas a sonidos concretos. Lo fonológico es también sumamente importante. Las palabras tienen imagen y sonido. Aprendemos a leer captando imagen y verbalizando. La psicología cognoscitiva ha puesto en su exacta dimensión el papel que juega lo fonológico en la lectura experta. La lectura oral es fundamental tanto ontogenética como filogenéticamente hablando. La larguísima etapa de oralidad en la historia humana ha dejado su impronta incluso en sociedades letradas como la nuestra, donde la escritura y la lectura han tenido consecuencias tan profundas en la estructura misma del conocimiento, tal como lo ha estudiado magistralmente David R. Olson. (Olson, 1998).
No es nuestra intención ni de nuestra competencia seguir con el tema estrictamente técnico de la enseñanza de la lectura y de la escritura. Pero lo que sí queremos dejar bien en claro es que leer no solo es descodificar. Sin embargo el aprender a descodificar es requisito sine qua non para la lectura. Algo más, se tiene que aprender a descodificar lo más adecuadamente posible porque solo así se podrá realizar una adecuada lectura. Se tiene que alcanzar un grado tal de automatización en el proceso descodificador que haga posible el poder adquirir una habilidad de lectura fluida. De no ocurrir ello, la descodificación demandaría un exceso de concentración en el proceso descodificador mismo, y, por lo tanto, distraería la capacidad de comprensión. El nivel de descodificación logrado debe hacer posible alcanzar el dominio fonológico y léxico. El primero tiene que ver con el proceso de descomposición, en tanto que segundo con el reconocimiento de palabras. Cuando se ha logrado que la descodificación forme parte de una habilidad eminentemente automática podrán leerse, con relativa facilidad, palabras nuevas e incluso de significado desconocido. Con el tiempo se aprenderá a aplicar técnicas metalingüísticas para deducir, en algunos casos, su significado teniendo en cuenta el contexto. Pero, también, una buena descodificación permitirá leer con mayor fluidez las palabras ya conocidas, las que vemos con más frecuencia. Lo ideal es lograr tal grado de destreza descodificadora que permita una lectura estrictamente léxica, lo que hará posible una lectura fluida y cada vez más veloz, en la medida que se prescinde de la descomposición fonológica. El niño que no “lee corrido”, es decir que silabea, se ha quedado en la destreza fonológica y por ello se le hace difícil leer. Algunas veces el niño tiende a aprender de memoria y cuando se le pide que lea, lo que hace es repetir lo que escuchó y recuerda. Por eso constatamos que “lee” cosas que no están escritas en el texto. Cuando se le pide que realmente lea lo que está escrito, el mal descodificador (todavía no es lector) comenzará a silabear. Se tendrá que trabajar -en este caso- para que adquiera adecuadamente la destreza descodificadora.
Si se presentara problemas en el proceso del aprendizaje descodificador el maestro está actualmente en capacidad, con la ayuda de psicólogos especializados, de determinar, primero, el tipo de problema que presenta el niño y, luego de esto, el determinar que estrategias metodológicas va a seguir. Si, por un tiempo, se puso casi de moda considerar como dislexia cualquier dificultad en el proceso lector escritor, para suerte hoy ya se conoce bastante bien los problemas que se presentan y, lo que es más importante, cómo pueden ser adecuadamente enfrentados. El docente debe evitar el facilismo de etiquetar a los alumnos con problemas de aprendizaje de lectura y escritura. Lo que tiene que hacer es -en estos casos- tratar de precisar cuál es la naturaleza del problema y, si es necesario, asesorarse con el personal especializado de psicología. Solo así podrá instrumentar una estrategia metodológica adecuada al caso.
Siendo fundamental la descodificación, sin embargo, para que esta se convierta en leer tiene que tener otras características, que por el momento podemos resumirla en una palabra: comprensión. Podemos hacer que una persona de cultura media, pero no familiarizada con temas filosóficos, nos «lea», por ejemplo, “Ser y Tiempo” de Martín Heidegger. Encontraremos que, si posee un buen nivel de dominio descodificador, casi no va a tener mayores dificultades en descodificar los signos escriturales y oralizarnos el texto. Pero, si le solicitamos que nos explique con sus propias palabras aquello que nos está “leyendo” nos encontraremos que no va a poder hacerlo, porque, entre el texto -que con relativa facilidad descodifica- y su comprensión, se interpone una valla que no puede traspasar. Por esta razón, si solo de este hipotético lectodescodificador dependiera, se detendría en su proceso descodificador, porque solo se está ilimitado a verbalizar palabras que aparecen dadas en un texto y que carecen totalmente de sentido para él. Nadie va a leer algo que no comprende. Es esta la razón por la cual Felipe Garrido dice que en realidad todos lo seres humanos somos analfabetos especializados, es decir analfabetos en las disciplinas que no conocemos o conocemos tan superficialmente que nos impide leer un texto, porque no conocemos sus códigos y sin ello no es posible intentar un proceso descodificador. Es lo que sucede cuando nos encontramos con un texto escrito en una lengua que no conocemos. O cuando de pronto aparece dentro de un texto que estamos leyendo una cita en latín u otro idioma que no dominamos. ¿Acaso no es cierto que se requieren obras de divulgación para leer ciertos temas? Y con las limitaciones propias de esas divulgaciones, que de todas maneras van a exigir una cultura medianamente alta. ¿Pondría Ud. en las manos de una persona de un bagaje cultural pobre una obra como “Historia del Tiempo. Del big bang a los agujeros negros” de Stephen W. Hawking? Es el propio afamado cosmólogo inglés, por ejemplo, quien en la introducción de su obra mencionada desaconseja a los lectores a leer su “The large scale structure os spacetime”, por ser “altamente técnica y bastante árida”.
En pocas palabras: lo que no podemos comprender no podemos leer. Leer implica comprender. Lógicamente se podría, y en algunos casos es lo que se hace, interesarnos en conocer aquello que nos resulta abstruso, desconocido, incomprensible. Se tiene que aprender sobre aquello que queremos leer o, en su defecto, profundizar los conocimientos previos elementales que podemos tener. Leer implica pues aprehensión. Esto nos lleva a otro aspecto de la lectura: leer es, por lo general, un desafío. Estoy tentado a sostener que toda verdadera lectura es siempre un desafío, porque ella no es, como muchas veces se piensa, un acto pasivo, en ninguno de los soportes en los que actualmente aparecen los textos. La intertextualidad y la interactividad no solo se dan, como suele pensarse, en la escritura y lectura digital, en los hipertextos, en lo que se ha venido en denominar la hiperlectura. También la encontramos en los diversos textos que aparecen en formato de papel. Cuanto más aprendamos a leer (su aprendizaje nunca termina) más desafíos nos impondremos. Esto nos llevará al tema del para qué se lee, que más adelante tendremos oportunidad de analizar. Por ahora podemos, simplificando, reducirlo a leer para informarnos, para conocer, para saber, y leer por leer, leer por placer, leer por gusto, leer para o por nada, que es a la vez leer por todo y para todo. En su bellísimo prólogo a la edición 2003 de “La experiencia de la lectura. Estudios sobre la literatura y formación”, Jorge Larrosa nos dice: “Yo, por mi parte, nunca sabré qué es leer, aunque para saberlo continúe leyendo con un lápiz en la mano y escribiendo sobre una mesa llena de libros. Nunca sabré qué es lo que lo que he escrito, aunque lo haya escrito para saberlo. Y nunca sabré qué es lo que tú vas a leer, aunque te haya inventado para poblar los márgenes de mi escritura y para que, desde allí, me ayudases a escribir.” (Larrosa, Jorge, 2003, p.21)
Otro aspecto importante vinculado a la enseñanza de la lectura en la escuela es el concerniente al momento apropiado para su iniciación. Si actualmente se acepta lo que ha venido en denominarse alfabetización temprana, sin embargo hasta no hace muchos años atrás se planteaba, con mucha estrictez, el problema de cuándo comenzar a enseñar al niño a leer y escribir ¿A los cuántos años comenzar con esta enseñanza? Algo más: ¿debería comenzar en la etapa preescolar, es decir en el llamado nivel inicial? ¿5, 6 o 7 años? ¿Y qué del aprestamiento? Braslavsky nos señala como, a lo largo de la historia relativamente reciente, se precisaron diversas edades y se argumentaron para ello diversas razones. Para Dewey, desde el ya lejano 1898, la edad adecuada era ocho años. En el otro extremo, Decroly -en Bélgica- experimentaba con niños de 3 años. Y lo propio -en Inglaterra- Ciryl Burt. Pero estaba muy generalizada la idea que la edad apropiada era los 6 años cumplidos. Si es cierto que todo esto ha cambiado mucho, sin embargo todavía hay una gran resistencia a la idea que se puede iniciar una alfabetización temprana, es decir antes de los 6 años. Braslavsky señala que incluso entre los países de habla inglesa hay sectores que consideran que es pérdida de tiempo e incluso peligroso que en el nivel inicial se inicie un contacto del niño con la escritura y la lectura. La profesora María Cristina Retondaro considera que el aprendizaje precoz de la lectura a partir de los cuatro o cinco años ofrece grandes ventajas. Ella es la creadora del método fonográfico (audiovisual e integral), que lleva su nombre y que lo propone para este aprendizaje precoz, en lugar del método global constructivista. Señala que no existen peligros ni desventajas de esta enseñanza precoz, utilizándose un método adecuado, como el que propone. Al respecto dice: “Es a través del dibujo, a modo de juego, que se introduce al niño en el mundo simbólico de la lectura. El dibujo posee para él un significado completo, intelectual y afectivo. Las letras, en cambio, por ser símbolos abstractos y convencionales, están alejadas de su realidad y no son comprendidas y mucho menos recordadas”.
Contrario a lo que dice María Cristina Retondaro acerca de que no existe peligro alguno sobre una enseñanza de la lectura y escritura antes de los seis años, la pedagoga británica Meek, señala: “El único peligro que conozco en la lectura temprana es que los adultos en torno al niño puedan insistir demasiado en que éste debe alcanzar sus modelos de cultura literaria en la forma en que ellos, a pesar de que no puedan recordar cómo sucedió, creen que aprendieron” (Meek, 2004, p.114)
Si bien es cierto que hoy sabemos cómo actúan mecanismos espontáneos para la adquisición de la lengua escrita, como es el hecho de vivir en una sociedad letrada, sin embargo las investigaciones también han puesto énfasis en la diversidad de como actúan estos factores. No es lo mismo un niño que crece en una familia cuyos padres leen, poseen una biblioteca, y, lo que es más importante, que leen a sus hijos; que un niño que vive en una familia cuyos progenitores no practican la lectura, que no tiene libros en casa, y, lo que es más significativo por sus consecuencias cuando el niño ingrese a la escuela, que nunca leen a sus hijos pequeños. Esto lleva de la mano a otro tema que también ha sido objeto de polémica: el referente al de la madurez y el aprestamiento. Todos sabemos que hace un tiempo se dio una importancia extraordinaria al aprestamiento, que debería llevarse a cabo fundamentalmente en el nivel inicial. Lo que las investigaciones más serias llegaron a encontrar fue que la supuesta inmadurez tenía un trasfondo eminentemente sociocultural. Las pruebas (test) que se tomaban, al no considerar el factor socioeconómico y cultural, no permitían detectar que las supuestas diferencias de niveles de madurez en realidad enmascaraban desiguales desarrollos y oportunidades, pero que ello no era decisivo cuando el niño ingresaba a la educación formal de la escuela. Innegablemente eran desventajas, pero que podían ser salvadas cuando en ese proceso de enseñanza aprendizaje se cerraba dicha brecha, por lo menos para el proceso de alfabetización primaria, es decir el aprender a leer y escribir, en su fase lectodescodificadora.
La misión de la escuela como institución encargada de la alfabetización primaria es una consecuencia del proceso de democratización de las sociedades. Este proceso, que hunde sus raíces en el siglo XIX, casi logra su objetivo de una educación básica para el grueso de la población de las sociedades, fundamentalmente del mundo occidental. La educación ha sido durante gran parte de la historia humana privilegio de sectores pequeños de las sociedades. Los sectores populares estuvieron marginados de la educación sistemática. Para ellos solo quedaba la educación espontánea, es decir la que se da como consecuencia del proceso de socialización, tanto en la familia como en la comunidad. La escritura, y su correlato la lectura, por haber sido privilegio de élites, implicaban poder. Saber leer y escribir daba poder y prestigio. Henri-Jean Martin ha estudiado con gran profundidad este aspecto, en su obra “Historia y poderes de lo escrito”.
Otro aspecto importante de destacar en el aprendizaje de la lectura y la escritura es que a lo largo de la historia no siempre éstas se han dado en forma conjunta, sincrónica. Como nos dice Antonio Viñao Frago, profesor de la Universidad de Murcia, la historia de la enseñanza de la lectura y escritura tiene ya tras de si unos cinco mil años. Remito al trabajo del profesor Viñao titulado “La enseñanza de la lectura y la escritura: Análisis socio-histórico” para tener una visión panorámica muy bien documentada de este importantísimo proceso histórico. Viñao señala que es en la Grecia Clásica que aparece un sistema de instrucción para instalar en el cerebro, durante la infancia y la adolescencia, el hábito inconsciente, a modo de acto reflejo, del reconocimiento de las letras y sus combinaciones, así como de su relación con unos sonidos determinados. Si “la escuela de los escribas era una escuela centrada en la escritura, la del «grammatistés», en Grecia, era una escuela centrada en el reconocimiento y lectura de las letras. El niño aprendía el alfabeto pronunciando el nombre de cada letra (alfa, beta, gamma,) en su orden normal, al revés y a pares que formaba tomando una letra del principio y otra del final. Pasaba después a las sílabas, todas las sílabas, pero no las vocalizaba sin más sino deletreando precisamente cada una de sus letras, y así sucesivamente a las palabras, también deletreadas desde las monosilábicas a las de pronunciación más difícil, y a los textos breves –asimismo en un principio deletreados-, escritos, como fue habitual hasta bien avanzada la Edad Media, de un modo continuo, es decir, sin espacios vacíos” (Viñao, A. op. cit.) Esta cita pretende tomar conciencia del inicio de la enseñanza de la lectura y la escritura en el mundo occidental y percatarnos de la persistencia, a lo largo de varios milenios, de algunas constantes procedimentales que, aunque con variantes, han subsistido hasta no hace mucho. Viñao nos habla al respecto de “la inercia de las prácticas escolares y los intereses gremiales en mantener un sistema lento, difícil y a la larga costoso para quienes no podían acceder al aprendizaje de la escritura por su dificultad y gastos”. Referente a este tema tan importante sobre la escritura y la lectura en el mundo antiguo y medieval sugerimos a los lectores no dejar de leer “Historia de la lectura en el mundo occidental”, escrita por connotados especialistas bajo la dirección nada menos que de Gugielmo Cavallo y Roger Chartier. Asimismo, la magistral obra de Henri-Jean Martín, con la colaboración de Bruno Delmas, “Historia y poderes de lo escrito”
Otro aspecto que ha sido bastante estudiado es el concerniente a la disociación en la enseñanza de la lectura y la escritura. Como señala Viñao, hasta bien entrado el siglo XIX la enseñanza de la escritura y la lectura estuvieron disociadas. Primero se enseñaba la lectura, en un lapso de dos a tres años, y, posteriormente, en un periodo similar de años, el aprendizaje de la escritura, pero cuyo aprendizaje era mucho más oneroso, tanto por los honorarios más elevados como por el instrumental también más costoso.
Esto se explica, entre otros factores, por el predominio de la oralidad dentro de la ya establecida cultura escrita. Por mucho tiempo la lectura en voz alta fue lo predominante. Por otra parte, la lectura, por influencia del cristianismo, devino en algo básicamente utilitario. Servía para tener acceso a la Palabra de Dios y para hacerla de conocimiento de aquellos -la mayoría- que no podían acercarse directamente a ella. Incluso, refiriéndose a esto, se habla de la manducación de la Palabra. Más adelante estudiaremos, aunque someramente, el gran aporte del cristianismo y muy especialmente del monacato en lo concerniente a la lectura y la escritura, en el tránsito de la lectura en voz alta a la lectura silenciosa.
También la disociación de las enseñanzas de la escritura y la lectura tiene que ver con el factor de poder de la escritura y la lectura. Este aspecto de poder nos remite incluso a aquella posición que considera el lenguaje, tanto oral como escrito, como totalitario y fascista, de acuerdo a lo que sostiene el politólogo Sami Naïr. José Antonio Millán considera que la actual tendencia de renuncia a la lengua por la imagen y, como corolario, el empobrecimiento en el bagaje cultural, es también expresión de violencia. Armando Petrucci, por su parte, ha señalado que la escritura posee una característica perversamente jerarquizante. El prestigioso estudioso italiano escribe: “Nunca hubo en el pasado y no existe hoy una sociedad caracterizada por el uso de lo escrito en que la actividad de escribir fuera o sea practicada por todos los individuos que forman parte de la misma sociedad; en efecto, la escritura, al contrario que la lengua, instaura, donde quiera que aparezca, una relación tajante y fuerte de desigualdad entre aquel que escribe y aquel que no; entre aquel que lee y aquel que no, entre el que lo hace bien y mucho y el que lo hace mal y poco...” (Petrucci, A., 2003 p. 27).
Otro factor que explica la disociación de la enseñanza de la lectura y la escritura es el concerniente a la tendencia novofóbica y conservadora, presente cada vez que se producen cambios que afectan un determinado statu quo. Esta tendencia tan natural en el ser humano de oposición y rechazo o, en la forma más leve, reparos a los cambios, también se dio en cuanto fue planteada la conveniencia de la enseñanza conjunta de la escritura y lectura. Los apocalípticos de todos los tiempos vieron aparecer terribles males en la sociedad como consecuencia de la libertad que adquirirían las personas alfabetizadas simultáneamente en lectura y escritura, al poder expresar -con plena libertad y por escrito- sus pensamientos, sentimientos, disconformidades, etc. De este miedo aún quedan rezagos, como lo expresa claramente Margaret Meek:
“La interacción entre escritura y lectura es un hecho primario de la cultura escrita que ahora tenemos que aprender. En el siglo XIX, cuando ya no fue posible negar la exigencia de una cultura escrita para todos, no hubo un acuerdo pleno en cuanto a que todos debían aprender a escribir, sino solamente a leer. Se pensaba que si se permitía a la «gente sencilla» -a quien la cultura escrita pública mantenía en su lugar- decir lo que pensaba, habría un cambio de equilibro en la esfera de poder, de manera que la escritura popular era tan temida como los «libelos sediciosos», el tipo de escritos que había contribuido a las convulsiones de la Revolución francesa. Aún sobrevive algo de este miedo: cuando se alienta a los países en que la cultura literaria no está ampliamente difundida a incrementar sus programas de fomento a la cultura escrita, se cree que en primer lugar debe enseñarse la lectura pese a que se ha comprobado que la gente de edad adquiere muy rápidamente la cultura escrita si aprende a leer lo que ella misma quiere expresar con la escritura... ” (Meek, 2004, pp. 44-45)
Está perfectamente establecido -y debidamente estudiado- que hasta bien entrado el siglo XIX la enseñanza de la escritura y la lectura estuvieron disociadas. Sin embargo, se consta que esta tendencia comenzó a revertirse desde fines del siglo XVIII e inicios del XIX. Aunque el proceso se acelera, sin embargo tiene una primera etapa caracterizada por la simultaneidad, aunque aún no conjunción, de los aprendizajes de la enseñanza y de la escritura. Se inicia una primera fase en el proceso que llevará a la unificación de los aprendizajes de lectura y escritura, caracterizada por la enseñanza simultánea, pero no conjunta, de ambas habilidades, es decir estaban configuradas de modo independiente, aunque se relacionaban y llevaban a cabo en el mismo curso o en cursos sucesivos. La conjunción de ambos aprendizajes va también de la mano con una nueva modalidad de lectura. La laicización de la cultura en el mundo occidental, que echa sus raíces en los siglos XVI y XVII, va a manifestarse en el plano de la enseñanza-aprendizaje de la lectura como un alejamiento de lo que había sido el objetivo fundamental de la lectura, es decir el leer -y en voz alta- oraciones y textos religiosos conocidos, los cuales eran frecuentemente repetidos. Se comienza a dar un ensanchamiento del panorama cultural. La imprenta, en cierta medida, había iniciado un relativo proceso de democratización cultural al permitir salir del limitado número de textos manuscritos. Aunque no hay que olvidar, como bien precisa Petrucci, que obstáculos ideológicos y culturales, expresados en la censura religiosa y política de los siglos XVI y XVII, que se dieron tanto en el mundo católico como en el protestante, frenaron el desarrollo cultural, que a decir de Petrucci “constituyó una auténtica tragedia para la cultura escrita europea, cuya fuerte influencia negativa aún está por estudiarse de modo global y adecuado”. (Petrucci, A. 2003, p.48) Los libros impresos, sin dejar todavía de ser bienes para grupos privilegiados, comienzan a ser pensados en función de una demanda que se expande. Libros como La Enciclopedia (siglo XVIII) se convirtieron en “un gran negocio de librería” (Goulemot, Jean-Marie y Michel Launay, 1969, p. 173). Recordemos que la Enciclopedia pudo publicarse, en sus 35 volúmenes, mediante el sistema de suscripción. Llegó a tener cuatro mil suscriptores, convirtiéndose, por su volumen y contenido, en “la más grande publicación del siglo” (Mandrou, Robert, 1973, p.121). Todo esto nos lleva al tema de la alfabetización como política educativa que han de asumir los estados a partir del siglo XIX.

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