jueves, 11 de diciembre de 2008

17. Resumen

La soledad y la mala ortografia
26 de Noviembre de 2008
Recorrer los espacios de internet (Internet) es encontrarse con el universo (Dios y Universo).
Una vagabundea entre los objetos platónicos que están en el cielo clonados de los nuestros (Ampliar Platón), y halla cráneos hirvientes de millones de pensadores en serio, idealistas en broma, teólogos profundos (Teología y Educación: maestros del martillo).
Pasan de la mano, como dentro de una burbuja del Bosco (Los siete pecados capitales), modelos muy vanas con serios, cejijuntos científicos (La belleza como guía para la ciencia).
Hay jugadores de fútbol algo impulsivos, y festejos o grandes amarguras deparados por éstos (El fútbol como manifestación del capitalismo).
Hay versos antiguos de inconmensurable valor (Idea de poesía en Pablo de Rokha), o decadentes y pasados, o nuevos que florecen como los de una usuaria del blog, Celeste Celestita (para diferenciarla de nuestra “vieja” y sabia María Celeste). Celestita escribe con todos los recursos de su alma y de su lápiz: los errores de ortografía (Ortografía) son parte de lo que quiere expresar, lo mismo que los espacios que deja en blanco, o en negro: ella es poeta en serio.
Ahora les transcribo un relato algo triste, pero al final comprenderán la “moraleja”:
Para todos los lunes
Jamás hubiese pensado que él tenía un motivo para reunirse con alguien más que sus manoseados recuerdos, pero el motivo estaba allí, en el diario. El hombre leía con dificultad, un poco por vejez y otro por la falta de costumbre, pero era claro que estaba allí, en la página abierta, y que mañana lunes era la reunión.Comprendió que se había hecho tarde para pedirle a la dueña de la pensión que lo recordara a las ocho, y él solía quedarse dormido hasta las diez, así que pasó la noche en vela. Lo acompañaban cálidas imágenes de nuevas amistades, de personas de rostros desconocidos y alegres, que se tornarían cercanos y conocidos. Sí, esta vez sí confiaría en ellos, ya que la desconfianza, como podía ver ahora, no lo había conducido a ningún lado, apenas a una pieza de pensión más húmeda y gris que sus propios, resentidos huesos.A las siete ya estaba vestido para salir, buscando en el armario aquel certificado que probaba su condición de 0 positivo, un antiguo papel amarillo pero que serviría de todos modos. Creía saber que hay condiciones que no se borran en toda una vida, y que ésta era una de ellas (Dilemas bioéticos en geriatría: toma de decisiones médicas).Guardó el certificado en el bolsillo derecho de su saco y salió.
Desde hacía años no sentía el aire fresco y el cielo claro con esa sensación de novedad; la mañana como un verdadero mañana; el verde como una virtud adjudicable a sí mismo; la lozanía de las mujeres jóvenes sin la distancia de un siglo. No le importó esta vez que al subir con lentitud la escalerilla del colectivo, el chofer lo apurara. Es más, le pareció que el hombre estaba en su derecho al reclamarle agilidad, era la que estaba por adquirir, en cierto modo, por medio de agradables sucesos que pronto llegarían a su vida. El grupo debía estar compuesto por mucha gente, y entre esa gente seguro había una mujer, o un amigo, y, por de pronto, ya antes de empezar, había algo que los unía y los reuniría a todos, todos los lunes, para siempre.Advirtió con sorpresa que la dirección que daba el diario correspondía a una clínica, pero tampoco le importó demasiado.Ser 0 positivo parecía merecer un trato diferente. Así lo confirmó cuando preguntó por la reunión. Con solicitud le indicaron la tercera habitación del pasillo; al verlo vacilar, lo acompañaron hasta allí e incluso le abrieron la puerta.La señorita -que dijo ser psicóloga coordinadora- lo miró con curiosidad y le hizo algunas preguntas. Casi todas le provocaron una sonrisa, y otras no supo contestar. ¿Cuándo había enfermado? No, pero la pregunta no era exactamente esa, sino algo así como si ya había enfermado de esa enfermedad que se suponía que tenía. “Pero yo no sabía que era una enfermedad”, argumentó. “Bien -dijo la psicóloga-. No lo es, es sólo una posibilidad de enfermar.” Pensó que en los 75 años que llevaba vividos, nunca había tenido molestias por el RH o lo que fuere aquella cosa, pero sintió también que estaba arriesgando su incorporación al grupo si hacía ese comentario.Trató de refrescar algún recuerdo de pestes antiguas, pero cuando dijo sarampión la psicóloga lo miró, le pareció a él, con piedad, y aceptó su inscripción definitivamente. “Venga a las siete de la tarde -dijo ella-. Nos reunimos a esa hora.”El hombre decidió no volver a la pensión, sino hacer tiempo recorriendo las calles céntricas y pensando. Pensó en la desnudez de su madre, cuando se la entregaron hacía cincuenta años en el hospital; un cadáver de pechos caídos y azules por los tumores. ¿Habría tenido ella también el 0 positivo? Recordó a su propia mujer. Y era verdad, ellos no habían podido tener hijos por una cuestión del RH. ¿Sería ésta una especie de herencia maldita, como la de la sangre de los reyes? La idea lo alegró, aunque le hubiera desquiciado la vida. Gracias a ello, ahora, a sus años, era dueño de una identidad particular que lo agrupaba entre algún tipo de gente que había sufrido por el mismo mal. Él había sufrido sin sospechar que ese era el mal; quizá le había envenenado la sangre.La ansiedad lo invadía. El pasado, con sus fracasos y equivocaciones, estaba menos presente que ese futuro tan cercano y tan previsiblemente diferente. Y aunque, a su edad, ya le quedaran pocos años, los viviría bien, junto a una linda viuda a lo mejor; si no, con amigos comprensivos y estimulantes.
Se paraba ante las vidrieras sin mirar, simulando que le interesaba cada objeto exhibido, para repasar su felicidad actual, porque si bien la palabra felicidad es extremada y nunca había formado parte de su vocabulario práctico, en el día de hoy había salido a relucir con naturalidad entre las otras, como si siempre hubiera estado allí, acechando. Aunque parecería que la felicidad jamás acecha, su caso era distinto.Empezaba a oscurecer y ni siquiera se dio cuenta de que no había comido en todo el día cuando se encaminó a la reunión. Había recorrido exactamente diez cuadras en ocho horas, y hasta se le había hecho un poco tarde. Pero lo esperarían con seguridad.Cuando preguntó le indicaron el camino hacia una sala grande, como de conferencias. La gente había hecho una ronda con sillas, y había una aguardándolo a él. Se sentó y empezó a escuchar al que estaba hablando para todos. Era un 0 positivo muy joven, bastante entristecido.El pobre chico se acusaba a sí mismo, y la psicóloga intervenía para darle ánimo diciendo, entre otras cosas, que el desconocimiento no era una culpa. El hombre sintió el gusto de sus propias confesiones, las que en un momento iba a efectuar. Sintió el consuelo de la comprensión anticipadamente. Aún faltaban unas cinco personas para que le llegara el turno de comenzar con “Soy…, vine aquí porque…”.Mientras escuchaba, examinó la ronda. ¿Era conveniente que empezara con soy..? Porque después del soy iba una profesión, o un oficio, o alguna ex profesión ex oficio o ex búsqueda de empleo. Estaba claro que él no era ninguna de esas cosas, que tampoco era ex; y nadie podría creer, viéndolo, que en él todo estaba en el futuro. No, lo mejor sería decir yo soy Mario, Andrés -algún nombre inventado por el momento, después diría la verdad- y continuar con el descubrimiento reciente de su enfermedad o mal adquirido o congénito o provocado por su propia historia irregular. Nadie decía que había matado a su madre a disgustos, provocándole un cáncer, o a su mujer, también por disgustos, y que esa había sido su profesión u oficio. Sin embargo, algunos de los presentes habían tenido hijos sin ningún problema, y tal vez era eso lo que los salvaría. Por ejemplo, la mujer de la boina de fieltro marrón, que ahora tomaba la palabra. La tomaba de una manera muy digna, y al empezar ya hablaba de sus hijos.Dos varones, 20 y 22 años. Ella tendría unos cincuenta y todavía era bonita; ojos azules, pelo con esos reflejos de peluquería, guantes finos; se había puesto perfume, casi seguramente, y su perfume era parte del que se respiraba allí, delicado, apenas perceptible, sólo un olor a cosas caras y limpias, a cuero nuevo de cartera o zapatos. Era delgada y conversaba con una voz de muchos cigarrillos diarios, quizá nocturnos. Esta mujer era la antítesis, si él hubiera sabido la palabra o sospechado tal concepto, de la que había sido su mujer, y lo atraía más.Ella estaba contando una historia mucho más rara de la que podría preverse, en la que intervenían uno de sus hijos y un amigo de éste, llamado Benito. Ella daba este nombre nada común con naturalidad, pero jamás mencionaba el de su propio hijo. Parecía que habían vivido juntos los tres, que Benito había sido el amante de ambos, aunque sin que la madre ni el hijo sospecharan de la infidelidad que a cada uno le correspondía. “Ahora estamos enfermos los dos -dijo la mujer-. Benito murió hace más de un año.”El hombre creyó oportuno intervenir, porque la mujer le gustaba de verdad y había empezado a fantasear con tenerla, al menos como confidente. Quería explicarle que estaba convencido de que todos sus males se irían con cariño y cuidados, pero quizá fue demasiado rápido al hablar. “Yo tengo el positivo desde que nací, me parece. Y nunca me he enfermado de nada, de ninguna enfermedad que precise médico, quiero decir. Lo que a usted le hace falta es comprensión, y que la quieran, y así va a ver cómo se le van la fiebre y los ataques de tos.” Por un momento estuvo orgulloso de su discurso. Había podido hablar en público por primera vez en su vida y sin vacilaciones. Pero además consideró que muchas cosas eran ahora por primera vez en su vida; quizá de haberlas obtenido antes muy otro hubiera sido su destino. Nunca había tenido la oportunidad de estar sentado en círculo con un grupo de gente tan culta y especial, como uno más de ellos. Sin embargo, apenas terminó su intervención -y todavía no le correspondía presentarse- la psicóloga coordinadora, la amable mujer que lo había atendido a la mañana, se acercó adonde estaba sentado y le dijo en voz baja: “Señor, ¿puede mostrarme el resultado de su análisis?”. El hombre revolvió en su bolsillo derecho y extrajo el papel arrugado.Se había roto un poco, porque estaba amarillo de antiguo. “0 RH positivo -murmuró la señorita coordinadora- es su tipo sanguíneo”, y todas la escucharon en el silencio que habían hecho. En voz más baja aún, le explicó que él no pertenecía a ese grupo de portadores del virus del HIV -a quienes también se los llamaba seropositivos- que ahora estaba reunido, ni, en realidad, a ningún otro en particular, sino que era el más común de los hombres.Al menos, eso fue lo que creyó entender mientras se levantaba de la silla, caminaba sin la nueva agilidad imaginada por la mañana y salía por la puerta de la clínica, deteniéndose un rato en la vereda para mirar hacia arriba la luna, que no estaba rodeada de nubes, por lo que mañana, era seguro, no iba a llover. La psicóloga había preguntado, además, “¿cómo escribe usted 0, señor?”. Y era cierto; por muy ignorante que fuera, él sabía desde primer grado que cero se escribía con ce y no con ese. Se había confundido por apurado al leer el diario ayer.
Envío
A Celeste la nombré por ser caso especial de expresividad: se necesitan fuertes garras de lirismo para conseguir que la lectura de sus versos provoque tal flujo de sentir en los que estamos descubriéndola, sin que interfieran su especial sintaxis y ortografía.
No obstante, para prevenirlos de algunas confusiones y malentendidos que pueden derivarse de no escribir o leer correctamente las palabras, les transcribí el relato: miren lo que le sucedió al señor de mi cuento… cuento que yo solamente recreé, que ocurrió de verdad (lo juro, lo juro, aunque hace algunos años: me lo contó la coordinadora del grupo de pacientes).
La ortografía es buena cosa; uno puede crear un caos ordenado si maneja la ortografía y la sintaxis, es decir que puede recrear el mundo -para lo que se necesita, claro, algo más que saber de gramática.
Los abrazo, los abraso, los abraxa Abraxas (Demián)
Mora Torres
Perfil de María de los Milagros Torres

Vine a vivir a Buenos Aires hace 20 años y la amo, pero llevo el acento y los recuerdos de Santa Fe, mi ciudad, que tiene tanta historia, jazmines y calor y donde nació también la Constitución de la Argentina. Escribía ya en la panza de mi madre, decía mi papá, y sigo intentándolo, no voy a deponer nunca la pluma, aunque moleste mucho.Dos veces me dieron el premio del Fondo Nacional de ...

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